D’A Film Festival: Días 4 y 5

Día 4

Die Tomorrow:

‘Die Tomorrow’ busca hablar y reflexionar sobre un tema tan complejo como sombrío: la muerte. Nawapol Thamrongrattanarit lo ilustra a través de una serie de titulares de periódico publicados de 2012 a 2016 en Tailandia, partiendo de casos reales, su puesta en escena se mueve entre el drama y el documental.

La película arranca con un poderoso y enérgico prólogo de 10 minutos, en cuyos primeros segundos deja claro que estamos viendo una película a través de un cronómetro que irá reapareciendo a lo largo de su narración. Introduce una serie de datos y piezas que le sirven para exponer sus intenciones y componer lo que será el corpus del filme. Juega con el sonido constante de un reloj en la banda de audio, personificando el constante paso del tiempo, una interesante propuesta que acaba suprimiendo al final del prólogo, porque prolongarlo a la totalidad del metraje sería excesivo (algo que Christopher Nolan no parece entender).

En su conjunto la película deja que desear, pues los contrastes entre las diferentes historias forman un irregular ritmo entre ellas, provocando más interés unas que otras. Su lento tratamiento del tiempo contiene buenas intenciones, atestiguar el lento movimiento de cómo la vida se apaga y pasa a la muerte, algo que funciona mejor o peor en algunos casos, además de hacerse pesado a la larga. Resulta igual de interesante los espacios de reflexión que su director nos brinda, sean a través de breves pantallazos en negro o de recuperar el recurso meta narrativo del cronómetro temporal de la película, transformándolo a la vez en estadística que resulta, cuanto menos, curiosa.

Thamrongrattanarit expresa a través del encuadre toda la fuerza de la película. Jugando con el formato, visualizamos las recreaciones y los testimonios documentales a través de un encuadre/ataúd, un formato cuadrado que remite al 1:1 de Mommy (Xavier Dolan, 2014). Este encuadre es una creativa solución visual para que la muerte haga acto de presencia durante cada secuencia. Comparte una serie de soluciones visuales que se repiten: para los testimonios tenemos planos muy cerrados junto a un encuadre inmóvil, para las recreaciones movimientos de lenta cadencia que interaccionan con los personajes, y acaban acercándose o alejándose de ellos. Es en la ficción dónde introduce otro contraste respecto al formato de la imagen, si el plano/ataúd hace presencia de la muerte, le sigue el plano abierto en 1:85 que muestra el mundo post mortem, la consecuencia. De nuevo, otro espacio de reflexión.

En definitiva, ‘Die Tomorrow’ presenta un interesante discurso sobre la muerte con una curiosa inventiva visual, pero cuyo uso repetido junto a sus problemas de rítmica acaban por enterrar su brillante inicio, transformando lo que debería ser reflexivo en anécdotico.

Die Tomorrow (2017)

Hannah:

Andrea Pallaoro nos ilustra un crudo retrato de la soledad en ‘Hannah’. Durante sus 95 minutos asistimos a un proceso de enajenación mental progresivo, que más que avanzar el línea recta, se articula en una espiral que desciende.

Charlotte Rampling personifica magistralmente este proceso, a través de la contención emocional y la ejecución de acciones y gestos, aparentemente cotidianos o inofensivos, pero que son muy reveladores en combinación con la actitud adoptada. Como contrapunto, se da un escape emocional justificado en el relato a través de las clases de interpretación a las que asiste el personaje.

Y es que la motivación Pallaoro es la exploración de una fórmula narrativa distinta, queriendo ser dueño de ella, convirtiéndose en autor. En ella su fuerza recae en la ausencia y lo aparentemente invisible, transfigurándose en el uso de la elipsis en la historia, el uso de planos que muestran parcialmente la acción, o la escasez de diálogos otorgando la fuerza a los sonidos diegéticos o el silencio. Cuando los personajes hablan, se hace con la suficiente audacia para callar más de lo que se dice. Estas constantes narrativas nos sumergen en el estado mental de Hannah, centrándose en un punto de vista que pretende ser observador de la acción y que cada espectador una sus hilos, cavile sus conclusiones.

Pero ojo, ser observador no significa que la forma de mostrarlo deba partir de la objetividad. La puesta en escena rema en otra dirección, manifestando el interior de su protagonista en cada uno de sus aspectos. El tratamiento de la imagen presenta una magnífica dualidad. La composición de sus encuadres, cuándo es visible, se compone de una geometría espacial en la que las líneas verticales y horizontales encierran constantemente al personaje, haciendo visible su cárcel interior además de rimar con la situación en la que se encuentra su marido. En su reverso se omite la información espacial en determinadas secuencias para crear una sensación de aislamiento. Los reflejos, desenfoques y uso de encuadres que omiten parte de la información muestran una desconexión del personaje con su entorno, con la realidad, aumentando la sensación de aislamiento.

La banda sonora privilegia más al silencio y los sonidos cotidianos, usando de forma muy ligera y puntual la música. Tiene una cierta contundencia, produce una atmósfera seca, contrastando con la imagen y situando al espectador en una constante tensión. Dónde más destaca es en su secuencia final, dónde cada paso llega a nuestros oídos como un golpe que se repite con mayor intensidad hasta ser eclipsado por el ruido del tren. Su montaje también busca crear un choque entre cada secuencia, pues dentro de cada una de ellas prevalece más el uso de tomas largas que una composición de planos. A partir de cambios de volumen, logra sacudir al espectador a cada nueva secuencia.

‘Hannah’ es un filme sutil a la vez que duro, se siente real y golpea con fuerza a los que entran en su sobria atmósfera, dónde lo que más destaca (aparte de la excelsa interpretación de Rampling) es un maravilloso trabajo formal guiado por la potente mirada autoral de Andrea Pallaoro.

Hannah (2017)

Día 5

Ainhoa: yo no soy esa

¿De dónde partimos para que algo se considere cine? Desde un punto de vista más técnico se considera cine cualquier material audiovisual filmado, con una mayor o menor connotación a la hora de filmar, que luego es montado y proyectado. Tras esta chapucera explicación, pregunto, ¿se pueden considerar cine las películas familiares? Carolina Astudillo Muñoz lo tiene claro, y logra hacer cine de ello en ‘Ainhoa: yo no soy esa’.

A través de una serie de películas familiares cedidas e imágenes rodadas en Súper 8, la película nos construye la vida de Ainhoa Mata. Es fascinante cómo logramos conocer a una persona en 98 minutos, a la vez que presenciamos sus diferentes etapas vitales y su lenta autodestrucción. Pero Astudillo es muy perspicaz y crea lazos narrativos que se vinculan a la acción principal, conectándola con autoras como Sylvia Plath y Simone De Beauvoir, o pintoras cómo Frida Kahlo, que junto a una serie de reivindicaciones por parte de la propia directora (que a la vez conectan con su vida), crean un fuerte componente feminista en la cinta.

Dentro de la línea narrativa principal introduce muchos temas, algunos más brevemente que otros, pero siempre buscando dejar una reflexión sobre ellos: la familia, la muerte, el conocer a una persona, la memoria… Si hay uno que me gustaría destacar especialmente es la fascinante dualidad de Ainhoa. Se crea un grandísimo choque entre los testimonios de amigos y familiares, clips audiovisuales dónde vemos a Ainhoa comportarse cómo una persona perdida, que fracasa y comete errores; y los textos que la directora rescata de una sucesión de diarios escritos por Ainhoa, dónde su autoconsciencia brilla con lucidez y la belleza de sus palabras nos paraliza. Un aspecto de ella que hasta sus familiares admiten no conocer.

La voz en off que sobrevuela por el relato se compone también de varias: el de la directora/narradora que hace avanzar el relato, testimonios que puntúan en determinadas secuencias, y la dualidad de Ainhoa. Una siendo la propia Ainhoa a la que escuchamos en material de archivo, y la otra una calmada voz que recita los pasajes de los diarios, ejerciendo a su vez de voz interior que nadie logró conocer. Estos elementos tan dramáticamente potentes podrían caer peligrosamente en la lágrima fácil y el efectismo, pero están dosificados con inteligencia y cuidados para que emane una emoción pura.

Volviendo al aspecto más formal, resulta fascinante cómo las películas familiares, filmadas sin un previo pensamiento «cinematográfico», son capaces de desprender una tremenda alegría y nostalgia a partes iguales. La belleza de su estética analógica nos transporta al pasado a la vez que observamos desde el tiempo fílmico la evolución narrativa. Parecemos ser testigos de algo tan complejo como es la vida. Sus imágenes reflexionan sobre un aspecto fundamental del cine: la captura de la vida, eternizándola en un espacio dónde la muerte no puede alcanzarla jamás.

Un excelente trabajo en el montaje por parte de su directora y la montadora Ana Pfaff articulan las piezas del periplo vital de Ainhoa. Con astucia y mimo van relevando quién lleva el peso en cada secuencia, si la imagen o el sonido, formando una bella composición audiovisual y marcando el tempo de cada fragmento. Cuando la voz en off narra de forma más calmada (los poéticos textos de Ainhoa), la fuerza de la imagen se expresa a partir de un montaje más acelerado que se transforma en lírica, pura belleza cinematográfica; o montajes que buscan recrear el espacio cotidiano a partir de las imágenes de archivo y sonidos diegéticos que dotan de realismo a la secuencia. En su reverso, el montaje sabe cuando decelerar para aportar momentos delicados expresados por la fuerza del sonido de archivo o la voz en off.

‘Ainhoa: yo no soy esa’ es una película única en todos sus aspectos, fascinante y cercana, toca por la belleza de sus composiciones audiovisuales o los temas a reflexionar. Es un cine diferente sí, creado con imágenes que forman nuevos significados, otras imágenes; pero por encima de todo es pura materia cinematográfica.

Ainhoa: yo no soy esa (2018)

No quiero perderte nunca

‘No quiero perderte nunca’ parte de un interesante comienzo que parece adentrarnos en un cuento de fantasmas. Sus encuadres, aunque algo torpes, parecen evocar algo más allá. Lástima que esta sensación se disipe a sus dos secuencias.

Por muy buenas intenciones que Alejo Levis pueda contener, la película no logra funcionar en ninguno de los aspectos que se propone. Su trabajo de guión, tanto en personajes, como en escenas, como en diálogos; es muy muy, muy subrayado. Es previsible desde el detonante de la trama, pretendiendo ocultar una información que es un secreto a voces (¡si hasta nos lo pone por escrito en la pantalla!), con unos personajes llanos y unos diálogos que se mueven entre el ridículo y el sinsentido. La película da vueltas sobre sí misma, explorando un misterio que es más que evidente, provocando que su avance se vuelva repetitivo y pesado. Aquí se produce una extrañísima paradoja: cómo en una cinta tan previsible y evidente pueden encontrarse elementos oníricos sin ningún sentido. El mejor ejemplo de ello es esa especie de cabeza-de-feto que aparece un par de veces de la nada.

Y ridículas son las interpretaciones de sus actrices: Aida Oset y Montse Ribas. También se ha de comentar que, partiendo de ese texto, difícil es lograr algo medianamente interesante. Sus gestos y expresiones son forzadas durante toda la cinta, exagerando cada diálogo y acción. También se abusa en exceso de la banda sonora, acompañando musicalmente la totalidad de sus secuencias, y cómo no, desde la evidencia una vez más, haciendo que el espectador se pregunte si está escuchando un disco rayado.

Está claro, si todos los elementos se mueven en una narrativa desmesurada, la dirección no iba a ser menos. Los movimientos de cámara, el montaje (dónde se nota que el propio Levis la ha montado debido a su autocomplacencia), los juegos de iluminación y sonido… Todo su tratamiento audiovisual parece querer señalar con carteles de neón cada una de sus intenciones, transformándolo en algo previsible, aparatoso y paródico. No sabemos si Alejo Davis subestima al espectador y tiene la necesidad de explicar cada uno de los planos con pelos y señales, el siguiente nivel ya sería ponerse al lado de la pantalla a señalar con el índice; o busca hacer una comedia después de todo.

Y me refiero a la comedia específicamente porque hay elementos que apuntan hacia ello, aparentemente. Si lo que busca es una profundidad emocional sobre la muerte y reflexionar sobre ello, esta es una película fallida (o sea, tomársela en serio). Pero si realmente es una parodia sobre ello, funciona mucho mejor. No me explico sino la introducción de canciones infantiloides en el guión, de planos de pies en una silla de ruedas a toda velocidad, o de una secuencia dónde un grupo de fantasmas parecen irse de rave a la casa donde habita nuestra protagonista. Y esto sólo son unos pocos ejemplos, imagínense el festín de sus 78 minutos.

En resumen, ‘No quiero perderte nunca’ fracasa estrepitosamente en lo dramático, dónde triunfa lo cómico por su exagerado conjunto. La mejor comedia no pretendida del festival.

No quiero perderte nunca (2017)

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